Al llegar el verano obtuve 200 nuevos soles de una sociedad de beneficencia con ayuda de algunos amigos, a fin de ponerle en condiciones de escapar de la ciudad sofocante y pasar un par de semanas en alguna playa de la capital. Sabía que adoraba el mar.
Diez días después lo encontré pálido y con aspecto de cansancio en aquella callejuela. Asombrado, le pregunte como no se había ido de la ciudad. La respuesta tardo un poco en llegar: antes que tomarse el mismo unas vacaciones, había decidido enviar de viaje a los dos niños de su casera. Oyó en silencio mis reproches, y finalmente me dijo con una sonrisa singular: -Alvarito, a veces hace bien… privarse de las cosas-
Un oscuro monje alemán del siglo XV, Tomas de Kempis, en su celda conventual llego al fondo del asunto cuando escribió: “Amenos que te niegues a ti mismo no alcanzaras la libertad perfecta”.
Esta capacidad de autodisciplina es, en realidad, la raíz de todas las virtudes, la fuente de toda la libertad. Para ser moralmente libre, el hombre debe dominar sus instintos; debe en las palabras de las Escrituras: “Gobernar su propio espíritu”.
¡Cuando llegaremos a entender que sin autodisciplina no es posible fortalecer el carácter, ni realizar cosa alguna de valor!... El gran pianista Paderewski resumía una vida de esfuerzo ininterrumpido en esta observación: “Antes de ser maestro fui esclavo”.
En el dominio de si mismo se revelan las virtudes del alma. El hombre disciplinado adquiere esa fuerza proveniente del dominio interior. El ha elegido entre las dos libertades: la falsa, donde uno puede obrar a su antojo, y la verdadera, donde se tiene la libertad de hacer lo debido.
¿Cómo podríamos emprender la tarea de conquistar esta libertad verdadera? Nicolas Telsa, el físico, solía referir como, siendo muchacho, había abordado el problema del dominio de si mismo. “Si tenia algo que me gustaba especialmente, un pastel o un caramelo, lo regalaba aun cuando me doliera hacerlo. Si se me presentaba alguna tarea o un deber que no me agradaba, lo hacia sin tener en cuenta mi inclinación. Con el transcurso de los años, el conflicto ceso. Mi deseo y mi voluntad se identificaron”
El filosofo William James escribió: “No existe persona mas miserable que aquella para quien nada es habitual salvo la indecisión, y para la cual encender cada cigarro, el beber la copa, la hora de levantarse, la hora de acostarse y el comienzo de cada trabajo, son objeto de una deliberación”.
Todos padecemos de alguna debilidad consuetudinaria; tal vez fumamos demasiado, tomamos una o dos copas de más, o malgastamos horas valiosas ante el televisor o la computadora. Comencemos, entonces, por suprimir ese cigarrillo extra, ese segundo o tercer cóctel. Si tenemos alguna manía con el televisor o con el Internet debemos postergar la sesión próxima hasta haber realizado previamente algo que realmente valga la pena. Si acostumbramos comer con exceso, una abstinencia saludable debiera ser nuestra regla. Pronto, al no maltratar nuestro cuerpo con el abuso de halagos, recibiremos la primera recompensa de nuestro sacrificio en una sensación de mayor bienestar físico.
Una vez emprendida la marcha, deberemos profundizar y extender nuestro propósito moral. Deberíamos tomar la resolución, por ejemplo, de cumplir con nuestros deberes con una conciencia más escrupulosa, de nunca dañar a los demás por mucho que ellos nos dañen a nosotros, de mantenernos serenos ante cualquier provocación por grande que sea. Superando las cosas pequeñas lograremos llegar a vencer las grandes dificultades. De tal manera descubriremos un día que, imperceptiblemente, hemos llegado a ser fuertes y a librarnos de hábitos que nos hacían aparecer despreciables ante nuestros propios ojos. Epicteto dijo: “Viva la vida buena y la costumbre la hará agradable”
Nada puede describir la sensación de poder y de satisfacción fruto de una victoria tan duramente ganada. Solamente por la autodisciplina podemos llegar a conocer la felicidad perfecta.
La falacia suprema del género humano es la creencia de que mientras mas tengamos más felices hemos de ser, y de que el mayor enriquecimiento de nuestras vidas solamente puede surgir de la abundancia de bienes.
En esta época en que muchas cosas se resuelven oprimiendo un botón y en que se vive fácilmente, el negarse a si mismo se ha convertido en algo carente de sentido. Ablandados por las ventajas brindadas por la ciencia moderna, hemos traicionado el espíritu de nuestros antepasados, que cruzaron continentes, no sentados en el mullido asiento de un avión Boing 757 sino a pie y a caballo sufriendo penurias increíbles. Estamos perdiendo el poder de prescindir de las cosas. Y, lo que es peor, reclamamos como un derecho inalienable el no tener privarnos nunca de nada.
No obstante, desde los primeros tiempos quienes buscaron el mayor bien de la vida profesaron una filosofía totalmente opuesta. El poeta Horacio, observando la fastuosidad y las locuras de Roma, previendo ante tan egoístas disipaciones la caída de aquel gran imperio, escribió: “A menos que practique la abstinencia, el hombre no podrá gozar del favor de los dioses”.
Quienes están dominados por deseos materiales, viviendo bajo la obsesión del placer, encontraran al final del camino solo el polvo y las cenizas de la saciedad. Sin embargo hoy, para millones de personas, la idea prevaleciente es “¿Cómo puedo divertirme?”. El trabajo se realiza por obligación y la diversión se ha transformado en el verdadero objeto de la vida.
La salvación de este tan perturbado planeta no radica ni en el lujo, ni en la diversión, ni en esas comodidades corporales que quitan vitalidad al cuerpo y enervan el alma. Se encuentra en el corazón y en la voluntad de cada uno de nosotros. El hombre, teniendo en su mano el poder de tejer su propio destino para bien o para mal, ha enjaezado los elementos, ha conquistado el mar y el aire y ha amansado las bestias de la selva; pero jamás conocerá la verdadera libertad y la verdadera felicidad hasta no haber logrado domar su propio carácter.