domingo, 27 de enero de 2008

Viridiana


Un hombre seduce a una mujer desgraciada. Ésta refleja en su rostro su terrible situación, su postura sumisa; el otro, con una sonrisa maliciosa, ambigua, la invita a sentarse un momento. En el mismo desván donde se encuentran, un gato se abalanza sobre un ratón; el cazador atrapó a su presa y todo terminó como debe acabar: con los cánones mundanos ante los cuales no queremos resignarnos. Y de eso nos habla un Buñuel en su máxima forma, un genio entregándonos una obra cinematográfica en su esplendor.

Viridiana, cinta del año 1961, significó el regreso de Buñuel a su natal España. País sumergido en plena dictadura del sanguinario Francisco Franco. Lo que comenzó como un acto de traición a sus principios por parte del director, se convirtió luego en un golpe certero al mencionado régimen que, junto al poderío de la escandalizada Iglesia Católica, consiguió censurar la película por muchos años. Nada de eso importó; Viridiana se alzó con la Palma de Oro del Festival de Cannes, se volvió una obra de culto, una pieza apreciada hasta nuestros días y precursora en muchos sentidos de lo que se gestaría en adelante.

La novicia que da el nombre a la cinta es la protagonista principal de esta historia. Obligada a visitar a su tío antes de tomar los hábitos, Viridiana se verá envuelta en sus juegos sucios; su tío es la imagen del fetichismo, la lujuria, la mentira, y tantos otros tormentos antagónicos a los que cultiva nuestra ‘heroína’. De esta forma vemos como la actuación de Silvia Pinal derrocha sensualidad e inocencia a la par, y de alguna manera nos hace cuestionarnos esta suerte de tabúes que aún hoy perduran y que en aquella época levantaron mucho polvo, sobre todo por su tono anticlerical. El fetiche y la obsesión que invaden a don Jaime se acentúan con una serie de planos centrados en los pies de los personajes, en donde Buñuel destaca con un manejo exquisito de la cámara, con paneos y desplazamientos milimétricos que resaltan la vorágine de sentimientos y deseos reprimidos.

Una desgracia es la que produce que Viridiana renuncie al convento y a partir de ese momento su voluntad apunta a la ayuda a los más necesitados. Qué mejor forma de plasmar los hondos contrastes entre generaciones (la hija de Ramona y el anciano Moncho), las distintas clases sociales (los herederos de don Jaime y los indigentes), diferencias morales (las intenciones de Viridiana, de Jorge y de los propios mendigos), entre otras discrepancias que con el correr del filme se develan en cada uno de los personajes.

La miseria en su paroxismo es puesta al descubierto sin ningún temor. No se trata de un reflejo conmovedor ni compasivo, sino una fiel muestra de las taras existentes en los estratos más bajos de la sociedad. La ignorancia, la procacidad, e incluso la discriminación, están presentes entre estos menesterosos. Memorable sin duda la secuencia en que este grupo se desbanda en excesos, y la recordada parodia de la Última cena en donde Cristo es reemplazado por un ciego que parece no querer advertir la degradación que lo rodea. Este debe haber sido uno de los momentos que más irritó al Vaticano, que publicó en su diario oficial una diatriba que sirvió como detonante para su exclusión de tierras ibéricas.

Pero en el fondo y más allá de tantas lecciones políticas o religiosas, la película busca una reflexión que nos incumbe a todos. Dentro de sus muchos simbolismos, recuerdo con claridad la escena donde Jorge observa un perro atado a un carruaje, obligado a correr para no morir estrangulado. Su piedad lo lleva a comprar al animal para evitar su sufrimiento, pero al retirarse, otro carruaje cruza sin que él lo note, arrastrando a otro can en las mismas penosas condiciones. Entonces cabe preguntarse: ¿esa búsqueda de hacer el bien (la misma que Viridiana lleva a cabo con los mendigos) servirá para menguar de alguna forma el dolor y la calamidad? ¿O es acaso un inútil intento de cambiar una realidad sin esperanza alguna? La respuesta descansa en cada uno de nosotros y muy probablemente yacerá ahí en el interior, inmutable.

El final es contundente e inmejorable: la música, las cartas y el trío inmiscuido en sus secretos a voces nos dejan la sensación de paz y tranquilidad hipócritas, falsas, acomodadas y que intentan ocultar una situación mucho más seria y subrepticia, que no conviene ser mostrada. De esta manera, Buñuel nos hace cómplices y nos deja una joya estética, técnica y, más allá de las connotaciones religiosas tan voceadas, una gran carga de reflexión social aún válida en nuestros días. Definitivamente imperdible.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

postea pe concha tu madre

El jardinero dijo...

Qué articulazo, qué maravilla de escritura. No tengo ni idea de donde andará usted, esos horrorosos comentarios ahí, abandonados y casi cubiertos de polvo... no auguran nada bueno. En cualquier caso mi respeto y mi admiración, amigo.