viernes, 3 de agosto de 2007

Alphonse de Lamartine



Alphonse de Lamartine
(1790 - 1868)

“A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd.”

Fue el primero que convirtió en poesía su experiencia personal. Demostrando su gran dedicación ala poesía en uno de sus más grandes obras Meditaciones poéticas celebra el amor por una dama casada y llora la muerte de esta. Le siguen la muerte de Sócrates y armonías y religiosas, que le proporcionaron el éxito y la admiración del publico.
Con la caída de un ángel, extensa epopeya de 15.000 versos, su popularidad comenzó a decaer y se inicio una etapa de descrédito personal, acrecentando por el fracaso de sus aspiraciones políticas.

Acuciado por las deudas y dedicado a trabajos inferiores, como el de prosificar su propia poesía, Lamartine, lamentablemente, paso los últimos años de su vida olvidado de todos.
Sin lugar a dudas, Lamartine se destaco entre muchos con obras de armoniosa expresión, detallando en cada párrafo lo que pocos insinuarían.

A continuación, les invito a sumergirse en algunas obras de su mayor relevancia.


AISLAMIENTO


A menudo en el monte, bajo algún viejo roble,
viendo el sol que se pone tristemente me siento;
dejo que todo el llano mis miradas abarquen,
el cambiante paisaje que se extiende a mis pies.

Aquí el río con olas espumosas murmura,
serpentea y se pierde en oscuros confines;
allí inmóvil el lago es un agua dormida,
con la estrella de Venus adornando su azul.

En la cima, que bosques muy sombríos coronan,
el crepúsculo pone su fulgor postrimero;
y el brumoso carruaje que conduce las sombras
emblanquece, elevándose todo el amplio horizonte.

De la gótica flecha surge entonces un son
religioso que invade todo el aire;
el viajerose detiene y escucha la campana que mezcla
los últimos ruidos de aquel día su canto.

Pero halagos así no conmueven mi alma,
que parece insensible, incapaz de emoción;
y contemplo la tierra como un vago fantasma:
no calienta a los muertos este sol de los vivos.

De colina en colina pongo en vano mis ojos,
desde el norte hasta el sur, de la aurora al poniente,
y me digo: «No existe ni un lugar en el mundo
donde pueda pensar que me espera la dicha».

¿Qué me importan los valles, los palacios, las chozas?
Sus encantos son vanos, para mí nada cuentan.
Ríos, montes y bosques, soledades amadas,
sólo un ser está ausente y todo es un desierto.

Miraré indiferente los caminos del sol,
qué más da si en su inicio o en su parte final;
si se pone o si nace entre nubes o azul,
¿a mí el sol qué me importa? Nada espero del día.

Si pudiera seguirle en su larga carrera
por doquier yo vería el vacío y el páramo.
Nada quiero de todo lo que el sol ilumina,
nada quiero tener del inmenso universo.

Mas tal vez más allá de su curva celeste,
donde el sol verdadero otros cielos alumbra,
si pudiera dejar mis despojos aquí
lo que tanto he soñado se mostrara a mis ojos.

Allí me embriagaría en la fuente deseada
y volviera a encontrar esperanza y amor,
ese bien ideal al que aspiran las almas
y que no tienen nombre aquí abajo en la tierra.

¡Si pudiera en el carro de la Aurora elevarme
vago fin de mis ansias, en el cielo hasta ti!
¿Por qué aún sigo atado a esta tierra de exilio?
Entre la tierra y yo nada existe en común.

Cuando la hoja del bosque cae sobre los prados,
cuando el viento nocturno la arrebata a los valles,
yo quisiera también ser esa hoja caída:
¡Arrastradme como ella, aquilones, borrascas!

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