Me encuentro sentado, solo como el roble en medio del bosque medrado, consternado ante la implacable inmensidad y realidad terribles del tiempo y espacio al que alguna malvada deidad me ha confinado en esta vida. Sin más compañía que una luz mortecina y mi aguda sombra en la pared, comienza inexorablemente el silencio absoluto, y el silencio es contacto interior, y es música muda y es melodía mental, es una espada ardiendo que toca el violín y es un piano que suena al compás de la lluvia.
El prefacio ha terminado y el silencio pronto ascenderá hacia cimas celestiales. Concluido el breve ritual me dispongo con la solemnidad de un cardenal a dar inicio a la liturgia del alma. Ya todo esta listo. Mente y espíritu al unísono claman el bálsamo divino. Dos movimientos, desenfundar el disco y tocarlo en la consola y maravillosamente eso es todo, y admiro ahí la simpleza de la vida.
En un instante el segundo movimiento de La Sinfonía de Júpiter me recorre el alma como un río, y fluye y es fuerte como el agua, la montaña y la tormenta y es deleite universal, trascendental, glorioso y tan correcto como amar. Beethoven; la Novena sinfonía, la Sonata de la luna, Liszt; Faust y Les préludes , las Nocturnas de Chopin, Ophelia de Brahms, y el Réquiem de Händel y Mozart. Wagner, Verdi y Bach, son la trinidad suprema a través del cielo y el infierno, inquebrantables, ineluctables ases de luz perpetuos, notas primordiales y prístinos arcángeles guardianes del umbral al Eliseo.
Arias, sonatas, cantatas, cuartetos, corales y silencios, construyen la arquitectura de la bóveda celeste. La abstracción es profunda y el éxtasis definitivo, melodías escritas por ángeles y demonios en un instante revelan la verdad universal. Y mientras llega a su final la “Oda a la alegría”, mi sombra y yo, dejamos de estar solos para estar completos, en compañía de la clave de sol.
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