A las 6 y 45 del 15 de agosto, la tierra decidió bailar, para susto en infortunio nuestro comprobamos que tenia dos pies izquierdos. El resultado: Pánico general, una ciudad destruida y una ciclópea psicosis colectiva. Ancianas insulsas e ilusos transeúntes, proclamaban a viva voz el fin de los tiempos; otros no más listos, oraban desde lo alto de sus edificios o amparados bajo la seguridad explosiva de sus puertas de vidrio, otros tantos se deshacían en lágrimas, mientras que al no buscar resguardo, clamaban al todopoderoso que aplaque su ira. Ciertamente no sabremos si estas inconscientes personas, que al parecer estiman tan poco su existencia, debieron perecer antes que sus desdichados homólogos del sur.
300 quilos de concreto pueden extinguir una o dos vidas, mas la excitación el pánico e histeria, pudieron segar cientos de miles de haberse encontrado en el lugar indicado, bajo los mismos 300 quilos. Los acontecimientos lo demuestran y es hecho de facto que, de tener la desgracia de ser el próximo epicentro, nuestra Lima, seria víctima de una necesaria reducción demográfica.
Las políticas de seguridad nacional, así como la fiabilidad de las comunicaciones están en jaque, su ineficiencia no requirió de empirismos para ser demostrada, pues fue obscenamente expuesta. Todo fue insuficiente, una vez mas la burocracia, el desorden y la desinformación, fueron combinados diestramente por nuestro Estado, creando la receta perfecta para la muerte de cientos de personas.
Los medios de comunicación, más ágiles que las entidades estatales y con un olfato infalible para la carroña, fueron los primeros en llegar, para informarnos sí, para lucrar, también. En la plaza de Pisco, los reporteros competían con los buitres para ver quien sobrevolaba más tiempo un cadáver.
Mientras en lima los medios, emprendían la hostigante campaña de responsabilidad social, bombardeándonos cada minuto con la tragedia, durante días y noches que parecían nunca acabar y que de hecho, al parecer no han terminado. Lapso de desmesurada empatía y exagerada morbosidad, que acabó por impeler a algunos a avocarse a la sincera solidaridad, a otros a pretender salvar sus almas por unas cuantas viandas y a otros tantos a deshacerse de sus posesiones mas preciadas como zapatos de tacón, ropa interior remendada, perfumes y demás enceres absolutamente adjetivos. A los restantes les creó una reacción adversa, preguntándose, si debían ser parte o no de esta gran hipocresía telúrica.
Lo cierto es que se han perdido vidas y otras tantas se hallan en total desamparo. La ayuda interior fue recibida; así como la exterior, que a pesar del delicado contexto político demostró, en algunos casos verdadera solidaridad, en otros una pseudo-empatía y en los demás un proselitismo bien intencionado. Le aguarda a nuestro Estado y a los afectados un largo y tedioso proceso de restauración; tiempo durante el cual esperaremos que como muchos otros desdichados, en nuestra temporalmente solidaria nación, no sean olvidados.
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