El Horror Dentado
Soy Alphonse Kroll, guardián de la biblioteca de N`Thar, que mi padre y abuelo cuidaron antes que yo. Escribo estas líneas en días aciagos, pronto moriré. Carezco de fecha exacta, mas el acto es ineluctable. He observado hechos que ser vivo no debiera presenciar jamás y este bálsamo maldito que no tardará en llegar será mi punición y libertad. Los acontecimientos en los que he sido involucrado, no gozan sólo de una antinatural infamia, sino también de una virulenta y eónica perversidad. Motivos que me impelen a dar testimonio y advertencia al infortunado que como yo, sintió el miedo espinal caliente ante un nido de bocas submarinas. No puedo sino transcribir, hasta donde me es posible las tres cartas, que darán fe del principio y el comienzo del fin de mi historia. Es preciso exponer que no poseo copia alguna de los tres manuscritos, los he destruido todos, con la ingenua expectativa de comprarme algunos días; por tanto haciendo uso de una memoria con reputación bien ganada, transcribiré textualmente los tres documentos.
En Bristol, suelo colaborar con los jornales locales y como bien sabrá si es similar mío, gozo de cierto aprecio popular atribuido a inmerecidos meritos intelectuales; Hecho al cual atribuí la recepción de la primera carta:
En Bristol, suelo colaborar con los jornales locales y como bien sabrá si es similar mío, gozo de cierto aprecio popular atribuido a inmerecidos meritos intelectuales; Hecho al cual atribuí la recepción de la primera carta:
Bristol, 6 de octubre de 1927
Alphonse W. Kroll, 199 Straththolm st.
Estimado señor:
He leído con gran interés en el Portmont Reformer, su artículo sobre el análisis criptológico de los recientemente descubiertos manuscritos Pknopthicos, cuya lectura es motivo de esta carta. Astrólogo aficionado y cuidador del faro en la septentrional playa de Elessar, recurro a usted como colega y en post de ayuda a mi infortunio; los recientes acontecimientos así me obligan. Los hechos se remontan a la víspera de la fiesta del Tsinigami, dos buques japoneses remontaban diminutas falúas luminosas hacia mi dominio visual, probablemente oficiando su folklore en aguas extranjeras. Fue esa noche, cuando mi funesta desventura inició. El primer arribo se constituyó en tres rústicas balsas de material desconocido, cuya carga me dan bascas recordar. La estiba consistía en tres antinaturales occisos de innombrable anatomía; de un verde enfermizo y casi negro, su dermis parecía expeler un brillo biliar. Su irregular forma humanoide, con apéndices dentados a modo de estacas, la escamosa coraza y un aleatorio espiral de dientes por cavidad cefálica, constituían la abominable asimetría de una expectoración infernal.
Escondí los cuerpos fuera de casa, cerca al faro, planeando al alba dar parte a las autoridades; mas mi obstinación científica, como usted comprenderá, me impidió hacerlo. Desde esa noche, temiendo por mi vida, no he vuelto a mi hogar, los acontecimientos presenciados me han confinado inexorablemente al alto faro, desde donde fui mudo testigo de la más pagana aberración. Emergidos del mar, una decena de los anfibios endriagos, se dispuso a exhumar los cadáveres, extrayendo de ellos tres odiosos monolitos, no más grandes que un torso humano; de inmediato cuales demonios necrófagos se avocaron al festín.
Horas más tarde se encendían pequeñas piras rúnicas, nueve en total, dispuestas de forma detestable. Ahora, se encontraba un hombre que parecía comunicarse con los hórridos engendros; en seguida arribó otro par y logré distinguir en uno de ellos a Sir Clevious Walt, curador del museo local, quien hizo entrega a los abominables entes, de siete monolitos similares a los ya dispuestos en las llamas; Luego sucumbí al cansancio, no sin antes trazar un dibujo de las estatuas y runas, documento que adjunto a esta carta, para su diagnostico y análisis. La interacción humana con las submarinas criaturas, no evita suponer que su falange se extienda también en la superficie, hecho por el cual lo invito a tomar las precauciones pertinentes, a fin de preservar la seguridad de ambos. Invoco total discreción y una pronta respuesta. El tiempo apremia.
Apresuradamente, Cedrick Gwin.
La perturbadora carta de Gwin ciertamente mereció inmediata respuesta. Años de críptica investigación respaldaban los macabros hechos presenciados por aquel infortunado hombre de bien.
Estimado colega:
Su carta me ha llegado y como un brutal garrotazo a la cordura he visto realizadas mis más pesadillescas quimeras. Míticas sectas de carácter primigenio cobran vida en su relato y debo confesar que mi razón desea creerlo orate, mas la evidencia lo respalda y confirmando el miedo umbrío y subterráneo que siento, temo y debo acreditar la veracidad de su informe. El tiempo exige ser breve y conciso. Tanto las runas, como los híbridos engendros son referidos entre otros vivos tormentos, en los manuscritos Pknopthicos, en la sentencia que respecta a Grihgzafhel, el horror dentado. Dios del océano abisal, deidad primigenia abortada en las entrañas de la núbil tierra, que durmiente en la maldita melopea submarina aguarda el tiempo de emerger. Registros históricos creídos apócrifos señalan la existencia de la orden del “Horror dentado”, una secta de anfibios seres humanoides cuyos macabros actos en post del despertar de su ominosa deidad han segado ya incontables vidas. Se dice que el ídolo yace sobre la falla telúrica de Talarión, no muy lejos del céfiro que silba en nuestro litoral. Respecto a las estatuas, debo presumirlas piezas rituales de invocación, pese a que guardan similitud gráfica, su dimensión difiere del monolito encontrado en Polinesia, atribuido erróneamente a Dagón, el dios-pez filisteo que rige la superficie marina, mientras que el horror dentado mora en las profundidades abisales. Los datos referidos en los manuscritos atribuyen propiedades de pulsar magnético a dichos menhires de ignoto material exterior, capaces de producir, dispuestos en macabra simetría, crueles pulsos telúricos.
La colaboración de Sir Clevious Walt con las aberraciones submarinas, solo confirma que el tentáculo se extiende en tierra y me pone en autos de un perenne riesgo. Mi infortunado amigo, esta es toda la información disponible, no me queda más que invocarlo a abandonar el faro y ponerse a resguardo, nos enfrentamos a eónicas fuerzas cuyo solo destello nos puede aniquilar.
Esperando noticias suyas, Alphonse Kroll.
Esta se convirtió en la primera y ultima carta que redactaría a Cedrick Gwin. Mi implicancia en tan siniestros hechos me ha significado una anónima condena. Presta a esta ultima esquela, recepcioné con espanto una solemne solicitud de entrevista, firmada a rúbrica por nuestro poco estimado curador, de la que naturalmente me excuse a razón del inherente instinto de preservación. Habiendo arribado a este punto, confieso la sedición mental que embarga mi memoria, mas aplacarla me es preciso si pretendo dar fe de las hórridas revelaciones en la profana y última carta de Cedrick Gwin. La eléctrica caligrafía, reflejo angustioso de herética desesperanza, no hacen de esta misiva más que el presuroso epílogo del condenado.
Querido Alphonse:
Ya todo ha terminado. Redacto estas líneas en la lumbre de mi hogar, donde navega aun el olor rampante a carroña submarina. He observado el infierno como jamás debiera presenciarlo ente vivo o muerto, que oxígeno osara respirar. El siguiente relato es mi sentencia y epitafio, sobre la noche en que muerto en vida, fulminaron mi alma aquellos eruptivos ojos de fuego verde y enfermizo; si bien mi condición física es óptima, el alma y la cordura danzan ahora en la cabeza de algún demonio orate. Recibí su carta aquella tarde; a la tiniebla, poco después emergieron los anfibios, para esta vez asediar el faro. A escasos metros de mi alto refugio, los serrados endriagos disponían circularmente aquellas blasfemas esculturas de ignoto mineral, desde cuyas bocas emanaba un charco de viscosidad negra y acuosa, una oleosa y negra sustancia, cuya visceral consistencia conformaba un agujero infernal.
Pronto con horror ví como emergía desde el vomitivo charco, cual dedo que emerge de una llaga, un ciclópeo monolito como empujado por las náuseas de Gaia desde sus volcánicas entrañas. Me es imposible describir lo sentido, sino como el paralizante, ácido y negro veneno de una araña abominable. Alrededor de aquel maldito ídolo, los paganos rezos de las infames criaturas invocaban el telúrico pulsar, sin duda en simultáneo con los demás enclaves de la ominosa orden. Cual aberrante y odioso diapasón, el menhir vibraba galopante invocando un sismo apocalíptico y tras una definitiva y brutal pulsación, se impuso un instantáneo y ondulante silencio horizontal.
De inmediato a escasos kilómetros, un colosal vórtice marino, en compungida expectoración, producía un gorgojeo insoportable. Surgiendo a modo de volcán, desde inconcebibles profundidades emergía la titánica deidad. No se trataba de algo informe, sino de algo tan complejo que el ojo humano era incapaz de reconocer forma alguna descriptible. Una gran boca que subsumía muchas bocas, caóticos dientes de ofensiva asimetría; Grihgzafhel, el horror dentado, sin rasgos excepto por protuberancias bulbosas como colinas, emergía bañado en agua nitrosa de un venenoso verde biliar. Cual fuente definitiva de abominación y destrucción, la oscura masa se inflaba y estremecía continuamente, expeliendo el enfermizo frío de la muerte y la corrupción.
Gustoso hubiéreme arrancado los ojos, de no tener las manos como ramas, en rigor mortis retorcidas. Observando con horror el instante en que impactó la luz del faro en las hórridas pupilas, aquella amorfa mancha de la más podrida confusión, lanzando un arcaico grito atroz, embistió cual brutal onagro al peñasco base de mi sólida atalaya. El feroz temblor rompió con la parálisis y arrojándome de espaldas a la linterna incandescente, sentí el calor de mil bombillas. Enseguida, poseso del instinto apunté el enorme reflector directo a los inyectados ojos de la bestia. La colosal aberración iracunda, retorciéndose en dentadas convulsiones, devoraba los cimientos de la torre que no tardó en quebrarse; no pensé, salté a morir trizado en la roca antes que en las crueles fauces de aquel espiral de agujas. Una vez en tierra, sin saberme vivo o muerto presenciaba el fin. El gran faro colapso en una hirviente explosión eléctrica, desplomándose incrustóse la antena de la cumbre en los rostros de la bestia. De una de sus bocas arrojó un bramido sádico como una maldición, que en mi cabeza suena aun condenándome al insomnio. La carne flameante del titán expelía un hediondo y nocivo olor nitroso, mientras desgarrado en disonantes alaridos, el horror dentado se hundía en las oscuras simas submarinas.
Paradójicamente escribo esto, gracias al pozo infecto que evitó me estrellase en la roca. Respecto a los acólitos engendros, debo suponerlos perecidos en la feroz explosión; atribuyo también a esto la desaparición del inmundo monolito. Querido Alphonse, ha sido usted confesor y guía en mi funesta desventura, lo he involucrado en mi execrable desgracia y no puedo perdonarme, confieso temer por la seguridad de ambos. Nuestra reunión resulta imperativa, lo invoco aquí presente a fin de constatar los hechos, la científica inquietud que nos mueve es objeto de esta invitación. Ciertamente he perdido la cordura, mi noción de fecha es nula, ergo esta carta no la lleva, mas ruego no recelar de la palabra, de quien muerto en vida está.
Esperando, Cedrick Gwin.
Al día siguiente hube arribado, bajo el cielo crepuscular, a la septentrional playa de Elessar, a unas horas de Bristol. El sol rojo, cual sangrienta manzana, empezaba a ponerse, un óxido malsano envenenaba el aire como las fétidas miasmas de una insana exhumación, el paisaje sobrecogedor como un corazón calido, reflejaba el inmoral contraste de aquel mortal antagonismo. Con la sangre helada, al no hallar monolito o faro alguno, sentí el pavor de Gwin como si navegara aún, diáfanamente respirable en la humedad del viento. Con premura, protegiéndome de la ventisca, me introduje en el ascético chalé de mi anfitrión. Escasos enceres, un antiguo telescopio, astillados muebles y una improvisada biblioteca eran el conjunto todo, mas hacía falta el eremítico señor; presumiéndolo ido resolví esperarle. No siendo hombre de gran paciencia, poco después de concluida la ventisca, aun con breve luz, abandoné la casa. De pie, buscando a Cedrick Gwin, me percate súbitamente, con el horror con que el enterrado vivo rasga el ataúd, de aquel rastro en la arena, un dibujo lívido de abominables garras, que entre humanas huellas se perdían en el mar y donde antes no estaba, se erigía ahora un nauseabundo monolito, con la siguiente inscripción: “No está muerto lo que yace eternamente, mas con el transcurrir de extraños eones, aún la muerte puede morir”.
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