martes, 19 de junio de 2007

Elogio de la locura - Erasmo de Rotterdam

Se puede ser todo lo loco que se quiera con tal de tener la virtud de reconocerlo.

Es preciso reconocer, pues, que existen dos clases de locura: una es la que sube de los infiernos cada vez las Furias lanzan sus serpientes para despertar en los hombres la fiebre de la guerra, la sed del oro, el crimen del incesto, los amores sacrílegos, el parricidio y demás horrores por el estilo, o para clavar en su conciencia la saeta del remordimiento. Y la otra, bien distinta por cierto, es la que emana de mí, y que todos ansían disfrutar como un gran bien. Esta locura se manifiesta generalmente por un agradable extravío que libra al espíritu de sus preocupaciones y pesares y lo sumerge en un baño de delicias.



Es un profundo error creer que la felicidad humana depende de las cosas mismas, cuando lo cierto es que se basa únicamente en el concepto que de ellas nos formamos.

El sabio, enterrado entre sus infolios, no entiende más que de sutilezas, mientras que el orate se lanza al torbellino de la vida y de él extrae beneficios y progresos. Homero, aunque ciego, vio claramente esta cuestión, cuando dijo: “El necio aprende a su costa”. Para llegar a poseer la verdadera prudencia hay que vencer dos obstáculos: la timidez, que nubla las ideas, y el temor, que al magnificar los peligros, aleja de las empresas importantes. La locura es el mejor recurso para vencer esos obstáculos. Por desgracia, pocos son los que comprenden las ventajas de no sentir vergüenza y de lanzarse audazmente a todo. A los que creen que la prudencia es preferible a la irreflexión, les ruego que me escuchen con atención, pues quiero hacerles ver lo errados que están.

Es un profundo error creer que la felicidad humana depende de las cosas mismas, cuando lo cierto es que se basa únicamente en el concepto que de ellas nos formamos.

No hay diferencia entre los locos y los sabios, y si la hubiere sería a favor de los primeros, en primer lugar porque con cualquier cosa se conforman, bastándoles con pensar que son dueños de lo que imaginan, y en segundo, porque comparten su satisfacción con sus semejantes, y bien sabido es que no hay dicha completa si no se disfruta en compañía.

Cuanto más viejo se hace el hombre, más se manifiesta en él su parecido al niño; y así el anciano se va del mundo sin sentir la vida que deja y sin temer a la muerte.

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